MARIANO MOLINA

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TEXTOS

Androginia Pictorica

Juan Francisco Acuña



La obra como superficie articular de incautaciones.

 

Puede ser tranquilizador, para entrar en la obra de Mariano Molina, ese inicial anclaje icónico de una sugestiva figuración, que sirve como primer vínculo filial con el gesto conocido. Pero su pintura es una de tipo introspectiva, no por cuanto pudiere observarse en la narración descriptiva de una posible atmósfera que induzca a ello, sino, por el referente discursivo. Su imagen figural ya no será aquel esperable extrínseco que servía como musa inspiradora tras una contemplación consustanciada con un real natural ya dado, puesto que el modelo del cual se vale es el de un mundo de imagen concebida, construida, ficticia.  

 

Será esta iconicidad una que se erige como constante oscilación entre la presentación y la representación y que tiene sustratos en realidades creadas por obra del artificio antes que por las fuerzas indómitas de la naturaleza. Una materialidad engañosa que remite y abreva en otroras ficcionalidades y que por tal, resultan ser rememoraciones sinecdóquicas en tangibilidades que se escurren y complejizan su asibilidad.  

 

La recurrencia figural de las obras de Molina pudiere ser vista como un instrumento que subvierte el origen, con el fin de reponerle a este las ausencias procesuales de práxis sólo plausibles de imaginar. Una especie de secuela de aquellas discursividades que se conciben a partir de pesquisas apenas rastreables e insinuables en la superficie.

 

En esta exposición el espacio de exhibición resulta ser el escenario de un retorno. La vuelta del cromatismo en la factura de este artista se torna cambiada en relación a la conocida antes de su exilio. El cromatismo que, si bien antes que nada habla sí mismo, se manifiesta en un aparente vociferante ensimismamiento con ciertos cambios vocales, con vestiduras extrañas y aires travestidos aunque sin vocación de disimular o solapar su complejidad.  

 

Asume la obra de este artista una nueva vida de apariencia exultante para propiciar una reformulación que habilite posibles meta-discursividades en clave plástica. Lejos de erigirse como exégeta, Molina manifiesta una voluntad de tergiversar antagonismos, de insuflar rasgos extraños u opuestos a lo apariencial. Es ésta una plasticidad que no se basta con interconectar cualidades indentitarias, sino que se prueba, se viste y usa ropajes y accesorios propios de su aparente opuesto.

 

Esta puesta innegablemente pictórica, es a la vez un algo más allá que la mera celebración por el reencuentro con la sensualidad del color. Es la problematización de un lenguaje que se extiende y que no se basta ni agota en su asignibilidad perceptual. La materialidad de esas facturas resolutivas, obligan a escarbar y desandar el camino que esas supuraciones y exudaciones cromáticas parecen señalar.  

 

Si las pinturas de Molina son leídas en términos de visita con ampliaciones y ficcionalizaciones de posibles no satisfechos en su origen, el orden figural de las mismas es la introspección disfrazada. Una particularidad pleonásmica que sin embargo no aboga por un purismo lingüístico. Es una pintura que remite a pintura, que alberga y engendra pintura, que trasparenta y opaca discurso, que muestra por medio de atisbos y que con ellos invita a una mirada de arqueólogo.  

 

Aquel vestigio devenido en excusa, con forma y objetualidad de rasgos palimpsésticos, creado voluntariamente por su artífice, son facturas pictóricas de las cuales se vale este hacedor, para fomentar el retorno de un elemento que, si bien no ausente ni renegado en obras de otro tiempo, opera como señuelo exultante de un algo que aspira ir mas allá de la epidermis sólo apreciable sensiblemente.  

 

En la pintura de Mariano Molina puede observarse que el color nunca ha estado totalmente dejado de lado, aunque ahora por contraste pareciere aflorar con una fuerza inusitada. El color en obras anteriores venía a cumplir una función auxiliar antes que protagónica y celebratoria. En vez de evidenciar un lenguaje pictórico, este elemento sensible era empleado por el artista como recurso que le permitía asignarle rasgos, características, cualidades, matices, etc., a cuanto resultaba ser protagónico de las composiciones: la forma portadora de valor semántico. Una forma que no se relamía a sí misma, puesto que pretendía posicionarse como elemento de necesariedad transtextual.  

 

Es entonces en ocasión de esta muestra que el color, en otro tiempo guardado o solapado, emerge e irrumpe al traspasar la resistencia de la tela para hacerse escuchar primero, para captar la atención que dirija la mirada a abismos de un interior no dormido. Interior que aún requiere ser hurgado, raspado, trastocado, a fin de permitir nuevas supuraciones que develen y evidencien las riquezas de esas androginias devenidas en cromatismos.La obra como superficie articular de incautaciones. 

 

Puede ser tranquilizador, para entrar en la obra de Mariano Molina, ese inicial anclaje icónico de una sugestiva figuración, que sirve como primer vínculo filial con el gesto conocido. Pero su pintura es una de tipo introspectiva, no por cuanto pudiere observarse en la narración descriptiva de una posible atmósfera que induzca a ello, sino, por el referente discursivo. Su imagen figural ya no será aquel esperable extrínseco que servía como musa inspiradora tras una contemplación consustanciada con un real natural ya dado, puesto que el modelo del cual se vale es el de un mundo de imagen concebida, construida, ficticia.  

 

Será esta iconicidad una que se erige como constante oscilación entre la presentación y la representación y que tiene sustratos en realidades creadas por obra del artificio antes que por las fuerzas indómitas de la naturaleza. Una materialidad engañosa que remite y abreva en otroras ficcionalidades y que por tal, resultan ser rememoraciones sinecdóquicas en tangibilidades que se escurren y complejizan su asibilidad.  

 

La recurrencia figural de las obras de Molina pudiere ser vista como un instrumento que subvierte el origen, con el fin de reponerle a este las ausencias procesuales de práxis sólo plausibles de imaginar. Una especie de secuela de aquellas discursividades que se conciben a partir de pesquisas apenas rastreables e insinuables en la superficie.

 

En esta exposición el espacio de exhibición resulta ser el escenario de un retorno. La vuelta del cromatismo en la factura de este artista se torna cambiada en relación a la conocida antes de su exilio. El cromatismo que, si bien antes que nada habla sí mismo, se manifiesta en un aparente vociferante ensimismamiento con ciertos cambios vocales, con vestiduras extrañas y aires travestidos aunque sin vocación de disimular o solapar su complejidad.  

 

Asume la obra de este artista una nueva vida de apariencia exultante para propiciar una reformulación que habilite posibles meta-discursividades en clave plástica. Lejos de erigirse como exégeta, Molina manifiesta una voluntad de tergiversar antagonismos, de insuflar rasgos extraños u opuestos a lo apariencial. Es ésta una plasticidad que no se basta con interconectar cualidades indentitarias, sino que se prueba, se viste y usa ropajes y accesorios propios de su aparente opuesto.

 

Esta puesta innegablemente pictórica, es a la vez un algo más allá que la mera celebración por el reencuentro con la sensualidad del color. Es la problematización de un lenguaje que se extiende y que no se basta ni agota en su asignibilidad perceptual. La materialidad de esas facturas resolutivas, obligan a escarbar y desandar el camino que esas supuraciones y exudaciones cromáticas parecen señalar.  

 

Si las pinturas de Molina son leídas en términos de visita con ampliaciones y ficcionalizaciones de posibles no satisfechos en su origen, el orden figural de las mismas es la introspección disfrazada. Una particularidad pleonásmica que sin embargo no aboga por un purismo lingüístico. Es una pintura que remite a pintura, que alberga y engendra pintura, que trasparenta y opaca discurso, que muestra por medio de atisbos y que con ellos invita a una mirada de arqueólogo.  

 

Aquel vestigio devenido en excusa, con forma y objetualidad de rasgos palimpsésticos, creado voluntariamente por su artífice, son facturas pictóricas de las cuales se vale este hacedor, para fomentar el retorno de un elemento que, si bien no ausente ni renegado en obras de otro tiempo, opera como señuelo exultante de un algo que aspira ir mas allá de la epidermis sólo apreciable sensiblemente.  

 

En la pintura de Mariano Molina puede observarse que el color nunca ha estado totalmente dejado de lado, aunque ahora por contraste pareciere aflorar con una fuerza inusitada. El color en obras anteriores venía a cumplir una función auxiliar antes que protagónica y celebratoria. En vez de evidenciar un lenguaje pictórico, este elemento sensible era empleado por el artista como recurso que le permitía asignarle rasgos, características, cualidades, matices, etc., a cuanto resultaba ser protagónico de las composiciones: la forma portadora de valor semántico. Una forma que no se relamía a sí misma, puesto que pretendía posicionarse como elemento de necesariedad transtextual.  

 

Es entonces en ocasión de esta muestra que el color, en otro tiempo guardado o solapado, emerge e irrumpe al traspasar la resistencia de la tela para hacerse escuchar primero, para captar la atención que dirija la mirada a abismos de un interior no dormido. Interior que aún requiere ser hurgado, raspado, trastocado, a fin de permitir nuevas supuraciones que develen y evidencien las riquezas de esas androginias devenidas en cromatismos.